Hola a todos otra vez,
Tras un periodo más bien estático, hablando en términos de relator, ahora parece que vuelvo con una hiperactividad inusitada desde hace mucho tiempo por estos cibernéticos lares… ¡Quién me ha visto y quién me ve!
No sé si es porque con recupero las ganas de escribir, porque ocurren más cosas (lo uno lleva a lo otro inevitablemente, digo yo) porque salgo más de la ciudad, porque estoy más descansado (error) o por lo que sea, pero bienvenido sea el motivo.
Este fin de semana empezó fuerte, el viernes a las 15 estábamos montados en un coche Davi, sus padres, Eva y yo con un maletero lleno, mucho optimismo y poca idea de lo que nos deparaba el futuro; sólo estaba claro que el destino final, una vez más y para mi ya van tres, sería Santa Catalina; una especie de meca para surferos de todos los puntos pero que para mi no es más que la excusa para ir al Parque Nacional de Coiba a bucear; con todos mis respetos para amantes del surf y similar, si careces de interés en ello Santa Catalina ofrece poco o nada; las playas no son buenas para un bañista pero frente a sus costas está el dichos parque que es todo un paraíso para bucear, con o sin bombona y que, hasta no hace mucho, 2004, albergaba una colonia penal de alrededor de 1.000 presos cuya única característica común era su extrema peligrosidad o eso parece ser.
La llegada resultó ser toda una odisea, como bien avanzaba antes; el camino hasta Santiago no es mayor problema, sólo es necesario seguir la Panamericana durante 250 kilómetros más o menos; el problema se presenta cuando quieres llegar a Soná y de ahí a Santa Catalina; con la ayuda de los locales tomamos los desvíos adecuados y, cuando todo tenía pinta de final feliz, a unos 20 minutos de Soná vemos que un “autobús” que nos adelantaba nos da las luces pero al llegar a nuestra altura no dice nada, así que seguimos felices como si nada hasta que uno de los pasajeros se percató de que olía a quemado; paramos el coche y, armados con la sempiterna linterna que me acompaña en todo viaje bajamos a ver; (anteriormente ya habíamos tenido un problema con un tapacubos suelto que arreglamos sin mayor dificultad y con la avariciosa policía panameña, que siempre multa con ganas para ver si puede sacar algo en forma de coima) revisamos todo hasta que llegamos a la rueda posterior derecha; totalmente reventada gracias al increíble pavimento panameño.
Paramos un coche que nos prestó ayuda para cambiar la rueda, o, mejor dicho, que nos la cambiaran (los del alquiler de coches fueron brillantes, nos dejan rueda de repuesto pero no gato...) y tras la parada técnica (cómo lo harán los de fórmula 1 para cambiar en 8 segundos todas las ruedas está más allá de mi comprensión hoy en día) seguimos rumbo a La buena vida. Llegamos a eso de las 10 de la noche; por supuesto no pudimos cenar nada, todo estaba más que cerrado; ¡suerte que se ingeniaron unos bocadillos de chorizo así como quien no quiere la cosa!
Al día siguiente nos levantamos bien pronto para desayunar, coger fuerzas y hacer el buceo… primera dificultad, no estaba July, la beliceña que ha servido de instructora todas las veces que he estado ahí; el instructor fue un guiri con cara de empanao que era un rato antipático; cosas de la vida; por un momento no quiso dejar que Eva bucease al haberse dejado el carnet en la ciudad. Al final, accedió a regañadientes (yo creo que tuvo una malísima noche, no paraba de quejarse y decir que íbamos tarde) y nos montamos Eva, Davi, su madre y yo en el barco junto a 3 holandeses más. El primer buceo, como siempre genial, Eva un poco nerviosa porque hacía tiempo que no buceaba y yo con problemas para controlar la flotabilidad al principio pero bien en líneas generales; muchos pececitos, tiburones, morenas, etc. y, cuando nos dimos cuenta y el mar estuvo menos ruidoso, pudimos incluso escuchar las ballenas que van allí a dar a luz; impresionante. Después visita a la isla de Coiba un poco, buceo con tubo donde vi más tiburones que nunca juntos, acojonan aun sabiendo que no van a hacer nada, pero bueno; y la segunda inmersión, menos profunda pero bien también. A la vuelta a Santa Catalina fue cuando vimos las primeras ballenas; a la ida habíamos visto delfines saltando y demás, muchos más que en la Bahía de los delfines de Bocas, la verdad; pues eso era parecido, chorros de agua y bichos saliendo a respirar pero con la diferencia de que su lomo era enorme. En un instante vimos como el agua se teñía un poco más oscura (una de ellas estaba cerca de la embarcación) y vimos como nadaba cerca durante un rato (se podía ver claramente su abdomen blanco).
Llegamos a tierra de vuelta chipiados gracias a la lluvia que nos sorprendió por el camino y al propio oleaje que me recordó mi primera visita a San Blas allá a principios de enero… en fin; el padre de Davi nos esperaba allí; ducha, descanso, cenita y a dormir.
Al día siguiente de vuelta a la barca para visitar Coiba y hacer algo de buceo con tubo otra vez; en la isla volvimos a ver a Tito, el cocodrilo más gordo que jamás hayas visto más allá de los documentales de la dos, fuimos al antiguo penal, escuchamos las historias que nos contaban y a bucear a Granito de oro; jamás un nombre fue tan apropiado para una isla; pequeñita, pero la mitad arena fina y blanca: allí descansamos, buceamos un rato y vuelta a tierra firme; el tiempo justo para recoger todo, ducharnos, tomar un bocado e irnos de vuelta a la ciudad.
Fin de semana completito, completito, vamos. A ver si, cuando pase la vorágine de viajes que tienen algunos, repetimos yendo a Contadora a ver si todavía hay suerte con los bichillos y podemos ver más.